domingo, 27 de julio de 2014

Otros asuntos filosóficos, como las características del lenguaje, la realidad de la libertad, la eventual estructura de la operación de pensar, o la capacidad del sujeto de conocer lo real, son tan importantes en la filosofía natural como el saber científico, y son frecuentemente prioritarias en sus discusiones. Un buen ejemplo de esto es la discusión, fallida o no, de las antinomias, en la Crítica de la Razón Pura. Lo relevante en ellas no es el asunto empírico de si el espacio es infinito o de si el tiempo tiene un origen. El asunto en juego, más fundamental, es si puede haber entes reales y finitos libres en un universo mecánico, o si es aceptable pensar que haya en la naturaleza antinomias auténticas. Las preocupaciones del filósofo, metafísicas, éticas, estéticas, políticas, son muy distintas de las del científico, técnicas, empíricas, operativas.
Por supuesto, lo que sostengo no es que no haya relaciones entre ambos campos, o que no pueda haberlas o, incluso, que en algún tema no sean deseables. Lo que afirmo es que tales relaciones no son, ni histórica ni teóricamente, de causalidad, ni dependencia, en ninguna de las dos direcciones.

¿Cuál puede ser entonces el interés de las consideraciones precedentes sobre eventuales connotaciones filosóficas de ciertos aspectos de la ciencia actual?
El asunto podría verse más o menos de la siguiente manera. Por muy formalistas o instrumentalistas que pretendan ser las teorías científicas, contienen de hecho ideas acerca de cómo podría ser la estructura de lo real, contienen ideas que, miradas desde la filosofía, tienen connotaciones ontológicas. Pero esa estructura de lo real como tal, a pesar de los formalismos empobrecedores de los neokantismos, ha sido y es también una preocupación tradicional de la filosofía. Sin que ninguna de las dos disciplinas pretenda imponerse sobre la otra, debería ser iluminador para ambas echar un vistazo sobre el campo ajeno para ver cómo se están dando las cosas. esas ideas, en principio ajenas, podrían ser iluminadoras sobre los problemas y discusiones propias. Iluminadoras a la manera de pretextos, de sugerencias que deben ser convertidas y elaboradas como algo muy distinto de su origen, para darles utilidad y sentido en un nuevo ámbito teórico.

Pero esta moderada relación que presento, finamente respetuosa de la estupidez de las fronteras disciplinares, adquiere, en la filosofía hegeliana, una connotación muy distinta. Para Hegel el espíritu de una época es algo real. No es una mera metáfora, ni es la clase de realidad teológica que el uso común de esta palabra pareciera indicar. Es la unidad viviente de un pueblo que se expresa en su cultura, en sus actos, en su vida cotidiana, en sus contradicciones y dinamismos. Se trata de la unidad coherente pero no homogénea de una forma de habitar el mundo, una unidad que se representa a sí misma, y se reconoce, en sus ideas, sus instituciones, tradiciones y rituales. El mundo social no es un mero agregado de iniciativas individuales, ni una mera colección de actos, obras e ideas. Hay una cierta unidad, y ella es formada por y formadora de quienes la habitan.

Considerados así, el arte, las normas, los hábitos de la vida cotidiana, las formas de la familia o la guerra, son expresivas de ese espíritu. Y sus formas son correlativas, tienen un origen común, sin necesidad de mantener relaciones causales o de dependencia directa entre ellas. Hay un operar del pensar que las subtiende y que, arraigado en las formas de vida, hace posible lo pensable y lo no pensable en cada uno de sus ámbitos.
La lógica hegeliana, considerada de manera epistemológica, describe los modos más generales de esa operación del pensar. La filosofía de la naturaleza, de un modo fenomenológico, describe cómo esa operación del pensar común a una época se expresa como idea de la naturaleza.

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